La polémica por la concesión del último premio World Press Photo a Paul Hansen se debía, sobre todo, al nivel de postproducción que había en la imagen del entierro de dos niños palestinos. Según los críticos (que suelen hacer fotos pésimas pero siempre tienen algo que decir), la distancia desde la toma original hasta la definitiva era excesiva, y sin saberlo estaban abriendo la caja de Pandora.
Determinar dónde están los límites que separan el procesado del retoque es harto complicado, sobre todo cuando World Press Photo busca la objetividad, el fotoperiodismo clásico que plasma lo que sucede sin más. Ahora bien, tras estas sencillas palabras se esconde un trasunto filosófico que daría para milenios de discusión.
La distancia desde la mirada humana hasta la mirada fotográfica no tiene por qué estar determinada únicamente por los parámetros de una toma. Corregir el balance de blancos, el contraste o la luminosidad es algo que se viene haciendo desde el siglo XIX, y es parte consustancial de la fotografía misma.
Ahora bien: ¿dónde situar el límite? ¿Es lícito recortar más de la mitad de la foto, eliminando elementos que realmente se encontraban en la escena pero que pueden resultar incómodos para lograr una composición atractiva?
Aunque World Press Photo no ha dado todos los detalles de su nueva política gráfica, sí ha dejado muy claro que pedirá a los fotógrafos finalistas de su preciado certamen los archivos RAW, con el fin de saber qué había en la foto antes de que ésta fuese procesada.
Obviamente, no se permitirá la eliminación o la inclusión de elementos o la deformación de las figuras que aparecen en la toma, pero aún no han concretado cuánto dejarán recortar o si el contraste por zonas está permitido.
Mientras preparan los detalles de sus nuevas condiciones de participación, quedémonos con que una buena foto es una buena foto con poco o demasiado contraste, con el balance de blancos adecuado o con colores histriónicos.