Después de escribir cerca de cien biografías de fotógrafos relevantes uno empieza a darse cuenta de que no hay ni un solo gran fotógrafo que haya tenido una vida ordinaria. Los grandes vivían a salto de mata, y les importaba el retoque o el procesado exquisito lo que El Quijote a un molusco.
Inge Morath es, en este sentido, una de las fotógrafas más apasionantes de la historia. En su memoria llevaba tal cantidad de acontecimientos, hechos cruciales y experiencias límite que cuesta imaginar una existencia tan intensa.
Nació en la Alemania pre-nazi mientras el nacionalsocialismo comenzaba a asentar las bases de una filosofía y una guerra bastardas que cambiarían la faz del mundo para siempre.
Recibió la misma educación que los tarados que engendraron los campos de concentración, repitió los mismos salmos exaltados que los seguidores de Hitler; pero cuando fue a una exposición de las vanguardias emergentes (que exponían para demostrar su “estupidez” y su carencia de sentido), se enamoró del “Caballo azul” de Franz Marc, que la hizo consciente de su enorme diferencia, de su sensibilidad y de la necesidad de escapar de aquel infierno.
Trabajó para el régimen nazi durante la Segunda Guerra Mundial, pero, aprovechando un bombardeo de los aliados, escapó de Alemania para refugiarse en Austria.
Con el final de la guerra empezó a trabajar para diversas editoriales, y sólo tras conocer a Ernst Haas y recibir una invitación por parte de Robert Capa para que se uniese a la Agencia Magnum empezó a interesarse por la fotografía.
Entonces Henri Cartier-Bresson cambió su vida. Completamente imbuida por la obra y la filosofía del genio francés, empezó a hacer fotos cuando ya tenía casi treinta años, adhiriéndose en gran medida a la fotografía del instante preciso pero también aportando unos rasgos que han terminado siendo esenciales en el fotoperiodismo moderno.
Para Inge Morath la fotografía era un humanismo, y no tenía sentido tratar de retratar una realidad si antes no se había indagado lo suficientemente en ella. Se negaba a hacer reportajes de pueblos cuya lengua no conocía. Antes estudiaba sus costumbres y sólo disparaba cuando ya había logrado alcanzar cierta empatía cultural con ellos.
Después de trabajar como asistente de Cartier-Bresson fue admitida finalmente en la Agencia Magnum, que la llevó a relacionarse con los grandes directores de cine de la época. Trabajó, por ejemplo, con John Houston, y fue esposa de Arthur Miller.
Hasta el año 2002 siguió trabajando como fotógrafa, recibiendo premios y menciones que la destacan como una de las más grandes fotógrafas de todos los tiempos. No en vano, la misma Agencia Magnum creó un premio con su nombre para promocionar a las fotógrafas emergentes.