Como ya todos sabéis, el bokeh es el efecto fotográfico que se produce cuando los elementos no enfocados de una fotografía aparecen difuminados. Se trata de un recurso que da mucho juego (genial para retratos) y que además sirve a los neófitos para que tengan la certidumbre de que se encuentran ante algo más serio que Instagram.
No en vano, cuando uno empieza a acumular cierta experiencia y se decide a hacerse al fin con un buen objetivo, lo primero que busca es que éste ofrezca un buen bokeh, que sea lo suficientemente luminoso como para captar esos preciosos retratos en los que la cara se recorta frente a un fondo lleno de objetos y colores imprecisos.
Pues bien, concebir un objetivo en estos términos supone un gran error: no hay que abusar del bokeh. Si te obsesionas con la apertura máxima de tu 50mm (por ejemplo) terminarás haciendo retratos de un solo corte, desperdiciando todo el potencial que te ofrece la focal.
O en otras palabras: el que tu maravilloso objetivo tenga un número f tan pequeño no implica que tengas que dedicarte necesariamente a buscar bokehs por el mundo, sino muchas otras cosas que justifican su precio.
El que un objetivo sea muy luminoso implica, en primer lugar, que nos va a permitir trabajar con mayor comodidad con escenas oscuras. No se trata de disparar siempre con el número f más pequeño, sino de emplear una apertura razonable a una velocidad que nos aleje de las trepidaciones y el ruido.
Me explico: a mayor luminosidad (mayor apertura y menor número f), mayor será la velocidad a la que podremos disparar y menor será la velocidad ISO necesaria para captar adecuadamente la escena, con lo que nos libramos tanto del ruido como de las fotos movidas.
Éste, y no otro, es el sentido que tiene hacerse con un objetivo luminoso. El bokeh sí, por supuesto, es un recurso interesante, pero sacarle realmente partido a un buen objetivo pasa por disparar con diferentes aperturas, sin obsesionarse con el empleo del número f más pequeño.