Fotógrafos como Joao Silva trascienden la mera fotografía para situarse en un terreno complejo y comprometido que nos lleva a plantearnos un buen saco de cuestiones morales, como la necesidad de poner nuestro trabajo al servicio de una causa humanitaria jugándonos nuestra propia vida.
Nació en Johannesburgo, Sudáfrica, en 1966, y comenzó su carrera como reportero fotográfico trabajando para el periódico local Alberton Record. Desde el principio de ésta se interesó por los conflictos bélicos y las regiones más oprimidas del continente que lo vio nacer, de tal modo que se le suele incluir dentro del grupo Bang-Bang Club, al que pertenecen aquellos fotógrafos que vivieron y siguieron el presunto fin de la segregación racial en Sudáfrica gracias a la acción política de Nelson Mandela.
Tras fotografiar el conflicto de Thokoza empezó a mandar sus fotografías a Reuters y a trabajar como freelance, desplazándose a los territorios más convulsos del planeta en los Balcanes, Rusia o el Centro de Asia.
Aunque su trabajo ya es lo suficientemente significativo para merecer ésta y muchas otras entradas, éste empezó a recibir más atención “gracias” a su relación profesional con Kevin Carter, el fotógrafo que ganó el Premio Pulitzer por una de las fotgrafías más controvertidas y terribles de la historia: la de un niño africano moribundo a punto de ser devorado por un buitre.
El propio Silva ha relatado en múltiples ocasiones la situación que vivieron tanto él como Carter cuando se realizó la toma de la escena.
Por otra parte, el fotógrafo sudafricanos ha sufrido a lo largo de su carrera dos graves atentados, el último de los cuales (una mina antipersonas) lo dejó sin piernas.
Su trabajo es esencial para comprender el mundo contemporáneo, y además ha sido uno de los grandes protagonistas de la última y reciente edición del Visa pour l’Image de Perpiñán.