El amor que muestran los artistas de origen nórdico por el existencialismo y el cuestionamiento de los principios esenciales de la vida viene de lejos. Basta pensar en Ibsen, Kierkegaard o Bergman para darse cuenta de que algo extraño se cuece en Noruega, Dinamarca o Suecia.
Así, no podía ser sino un fotógrafo sueco llamado Christer Strömholm el máximo representante de la fotografía existencial.
Nació (por supuesto) en Suecia en 1918 y desde muy joven se interesó por el mundo del arte, centrándose durante su juventud en la pintura. En 1937, el suicidio de su padre lo llevó a abandonar su ciudad natal para trasladarse primero a Dresde y luego a Estocolmo, donde estudió pintura y se especializó en la obra de Paul Klee.
El estallido de la Segunda Guerra Mundial lo llevó a abandonar su pinitos artísticos para alistarse en el ejército, hasta que en 1947 se afincó en París, donde descubrió la fotografía.
Que un sueco con tendencia a la instrospección y las cavilaciones más profundas coincidiese en París con el estallido del existencialismo de café en la época de Sartre o Camus dio como resultado el nacimiento de un fotógrafo inquieto y lleno de esquinas reflexivas.
Desde sus primeras fotos, Strömholm es un indagador incansable de la condición humana. Sus primeros retratos de los travestis de Montmartre suponen ya una llamada de atención a los fotógrafos de vanalidades.
En los años 50 regresa a Estocolmo y se convierte en toda una eminencia en su país, dirigiendo la Escuela de Fotografía de Estocolmo. Posteriormente viaja a lo largo y ancho de todo el mundo buscando semblantes y gestos poco comunes, desarrollando una especie de bestiario humano.
En 1997 recibió el Premio Internacional de la Fundación Hasselblad como reconocimiento a una carrera impecable.
Murió en Estocolmo a la edad de 83 años.