Hay autores y autoras que se ven abocados al desarrollo del arte fotográfico desde su infancia, como la impertérrita Francesca Woodman; mientras que hay autoras que necesitan recorrer un largo e intrincado camino para terminar dándose de bruces con la fotografía, como le sucedió a la fantástica Barbara Morgan.
Reputada pintora dentro de los ambientes vanguardistas norteamericanos, no fue hasta su descubrimiento del mundo de la danza contemporánea cuando sintió la necesidad de trabajar con la luz de una manera distinta a la que venía haciendo desde muy joven con la pintura.
Había nacido en Kansas en 1900 y estudió arte en la UCLA durante 5 años. Al contrario que la mayor parte de sus compañeros universitarios, se alejó rápidamente del clasicismo imperante en la pintura estadounidense de principios de siglo para volcar su inteligente mirada sobre las vanguardias europeas.
Su lectura de ensayos sobre los cánones de la pintura china y el inmenso genio de Kandinsky la condujeron al desarrollo de toda una metafísica estética que impregnó no sólo su pintura, sino también su ulterior desarrollo de la fotografía: para Barbara Morgan, la fuerza vital llenaba todo lo existente, y el movimiento era la expresión del desenvolvimiento de esa fuerza vital, concepto muy de moda en Francia gracias a la obra del filósofo vitalista Henri Bergson.
Cuando ya era una pintora famosa se casó con el escritor y fotógrafo también norteamericano Willard D. Morgan, con el que desarrolló diversos proyectos y de quien aprendió las técnicas fotográficas más elementales. Sin embargo, la incipiente fotógrafa sólo veía en la fotografía un arte menor que sólo se servía para tomar apuntes.
Dos fueron los hechos que la llevaron a entender la fotografía como la expresión perfecta de sus inquietudes estéticas: por un lado, la necesidad de trabajar durante la noche tras convertirse en madre, cosa que no podía hacer como pintora; por otro, su amistad con la bailarina vanguardista Martha Graham.
Cuando Barbara descubrió su trabajo algo cuajó en su sensibilidad y llegó a la conclusión de que la luz y el movimiento que se describían en la danza eran la expresión perfecta de aquella fuerza vital que animó todo su trabajo pictórico, y que la fotografía era el medio adecuado para captar ese juego de volúmenes y contrastes.
Entonces se volcó con rabia sobre su Leica y se encerró a en su cuarto oscuro para indagar en la naturaleza de la fotografía realizando montajes y buscando la expresión más efectiva de la luz. De este modo se convirtió en la fotógrafa de danza moderna más importante de la historia, inmortalizando el trabajo de bailarines y bailarinas como Valerie Bettis, Jane Dudley o Jose Limon.
Murió en Nueva York a los 92 años.
Fuentes: El arte de la fotografía (Editorial Lunwerg), Enciclopedia Británica.