Limitaditos que estamos por el tamaño de nuestro bolsillo (y el de nuestras neuronas), las opciones con las que contamos a la hora de hacernos con una buena cámara pasan por los consabidos sota, caballo y rey.
Nikon, Canon, Sony o Pentax (perdón por las necesarias omisiones) son algunos de los nombres que estamos acostumbrados a barajar, ya sea para hacernos con una réflex en condiciones o con una compacta con o sin espejo.
Ahora bien, a veces uno oye llover y no sabe muy bien dónde. Y entonces se pregunta: “¿Ah, pero que hay más marcas y modelos? ¿Que esto no es todo?”. Pues así es. Hay más marcas y modelos y superan en prestaciones a todo lo que se menea bajo el apacible mundo de las cámaras digitales de gama media-alta.
El ejemplo por excelencia se encuentra en las cámaras Hasselblad, capaces de ofrecer hasta 200 megapíxeles de resolución, de montar lentes del mismísimo Carl Zeiss, de ser una constante en el mundo de la fotografía profesional de estudio o de viajar por el espacio como David Bowie.
¿Por qué no hemos escuchado hablar siquiera de esta marca con lo que nos gusta la fotografía? Muy sencillo, porque un modelo medio de la marca sueca cuesta alrededor de 20.000 euros (sí, cuatro ceros) y, como decía el bueno de Wittgenstein, sobre lo que no se puede comprar es mejor callar.
La historia del Señor Víctor Hasselblad comienza hace más de cincuenta años, cuando en plena Guerra Fría se propone mejorar las cámaras espía alemanas; y continúa a finales de los años sesenta, cuando empieza a colaborar con la NASA con el fin de realizar fotografías en el espacio.
Así que imagínense: después de ser protagonista de dos momentos históricos tan relevantes, el bueno de Hasselblad no iba a fabricar meras cámaras de consumo, sino las mejores cámaras del mundo, con los mejores componentes, con sensores del tamaño de una tabla de planchar y objetivos compuestos por elementos de los que nadie ha oído nunca hablar.
Ya se pueden imaginar los resultados que se pueden obtener disparando con semejante bestia.