Con la llegada de Instagram a Android se obró el milagro: el hecho de que hace apenas unos meses la aplicación de retoque y de contactos sociales alcanzase los vientisiete millones de usuarios era apenas un indicio de lo que estaba por venir. Con la llegada de la aplicación a Android cada día se suman un millón de usuarios, que ya alcanzan los cuarenta.
Pero mucho ojo, porque el que el programa se haya convertido al fin en un recurso multiplataforma constituye sólo la punta de un iceberg que en realidad tiene en su base el hecho de que Facebook haya decidido comprarla.
Al margen de lo que esto pueda suponer de cara a la multiplicación de sus adictos y de cara a su integración con la página de contactos más grande y poderosa del mundo, las implicaciones que más nos deben inquietar son los cambios que se han producido en sus términos políticos de privacidad, que raramente leemos y son de lo más sugerentes.
Es más, la mayor parte de las reacciones que hemos podido ver en Twiter y similares no hacen sino anunciar la muerte de la esencia de Instagram (cosa que me parece bastante exagerada cuando la aplicación siempre se ha acercado mucho a la filosofía de Facebook).
A partir de ahora, las (aproximadamente) cuatrocientos setenta y cinco millones de fotos que hay albergadas en el servicio han pasado a ser propiedad del señor Mark Zuckerberg, quien, aunque ha advertido que piensa respetar de principio a fin la filosofía de la aplicación, también ha corrido a cambiar, como el que no quiere la cosa, uno de los principios elementales de la política de privacidad de ella: las fotos que se realicen o alojen a través del programa pueden cambiar de propietario o pueden pasar a estar sujetas a nuevas condiciones en cualquier momento, sin previo aviso, y como considere oportuno.
¿Qué implica esto? Muy sencillo: que puede hacer lo que le dé la real gana con nuestras (o vuestras, mejor dicho, ya que yo no uso la aplicación) fotos.