La fotografía de Ralph Gibson posee una de las cualidades que más admiro en una imagen: su capacidad para atraparte dentro de ella. Antes siquiera de advertir la composición, el tema o el revelado, algo dentro de cada toma te fascina, te deja completamente alelado.
Esta cualidad, que se halla presente en muy pocos autores, no se aprende, se lleva ya dentro cuando se nace, parte de una manera completamente subjetiva y sensible de la forma de ser del artista.
Nació en Los Ángeles en 1939 y aprendió a hacer fotos en la Marina de los Estados Unidos. Posteriormente estudió fotografía en San Francisco, atraído muy probablemente por el nacimiento de la contracultura de los sesenta. Así, frecuentaba los recitales poéticos de Ginsberg o Kerouac, que influyeron notablemente en su forma de comprender el universo de la imagen.
Aunque en su formación estuvo muy presente el trabajo de su padre para la Warner Bros (participó como figurante en películas de Alfred Hitchcock), fue sobre todo su periodo de aprendizaje junto al gran Robert Frank el que más determinó su estilo, que dio un giro de 180 grados cuando se compró una Leica.
Trabajó como reportero casi toda su vida, y terminó vinculado al nuevo surrealismo de Borges o Cortázar.
Vivía y trabajaba de noche; y descansaba durante el día. Buscaba continuamente la magia de lo nocturno apostando por fondos oscuros e imágenes eróticas llenas de símbolos. Su trabajo está impregnado por un misterio, un movimiento y una expresividad que lo contraponen a los reporteros diurnos, mucho más clásicos, limpios y evidentes (aunque no por ello menos geniales).
Sus tres grandes libros de fotografía, conocidos como “La trilogía negra” (“El sonámbulo”, “Déjà Vu” y “Días en el mar”), le han valido el reconocimiento mundial y premios tales como el Guggenheim, el Leica Medal of Excellence Award o el 150 Years of Photography Award.