Hasta el próximo 10 de mayo, el Museo de Arte Contemporáneo de Chicago acoge una apasionante exposición sobre el desarrollo de la fotografía pensada a partir de los años sesenta, incluyendo el trabajo de grandes del retrato como Cindy Sherman.
Y con fotografía pensada nos referimos a aquellas tomas que realizamos cuando calculamos minuciosamente la posición del motivo o modelo, la incidencia de las luces y el entorno. No se trata exclusivamente de fotografía en estudio, sino más bien de una corriente que rechaza la captura del momento preciso o del instante para dar paso al absoluto control de lo que plasmamos a través de nuestra fotografía.
“Think First, Shoot Later” es el título de esta exposición que nos coge bien lejos pero que viene a subrayar un momento esencial dentro de la historia que debería hacernos reflexionar: el paso de la moda generada (sobre todo) por Henri Cartier-Bresson (captar el instante) y el nacimiento de la creación de escenas, que recupera el primer pictoralismo decimonónico.
Obviamente, una modalidad no excluye a la otra, y un fotógrafo puede jugar tanto con los instantes incontrolados como con la creación de escenas. Sin embargo, es habitual que nuestro ojo o nuestra manera de entender el mundo nos lleve a frecuentar una de las dos modalidades de forma casi exclusiva.
La fotografía espontánea conlleva confiarse al instinto, a la velocidad, al ritmo, al azar. Es una aventura que trepida ante tu objetivo y exige suerte, habilidad y precisión.
La fotografía pensada entraña, por el contrario, una noción muy precisa de lo que se quiere. Si el fotógrafo del instante es un paseante eterno, el reflexivo quiere realizar sus propias ideas, quiere exteriorizar los colores y las luces que ya lleva dentro.
Obviamente, es imposible y absurdo decidir si una modalidad es mejor que la otra. Son dos formas diferentes de ver el mundo. Pero de vez en cuando no está mal preguntarse por qué uno fotografía lo que fotografía y por qué lo hace así.