A pesar de haber sido testigo implacable de las décadas más convulsas de nuestra cultura reciente, el fotógrafo londinense Terry O’Neill supo transferir a sus retratos una elegancia y una candidez muy poco habitual entre los artistas de su época. Esto, sin embargo, no le resta en absoluto espontaneidad a su trabajo: el británico era oportuno e inteligente como pocos fotógrafos contemporáneos.
Nació en Londres en 1938 y saltó a la fama de una forma completamente fortuita: trabajaba como fotógrafo para una unidad del aeropuerto de Heathrow cuando tomó una instantánea de un sujeto que dormía en una de las galerías. Aquel tipo resultó ser uno de los secretarios de estado más importantes del gobierno británico de entonces.
A renglón seguido empezó a trabajar para Fleet Street y a codearse con los actores, las celebridades y los músicos más relevantes de los años 60, retratando a Laurence Olivier, Judy Garland, los Beatles o los Rolling Stones. A finales de la misma década, se convirtió en fotógrafo de algunos miembros de la casa real británica.
Sin embargo, fue en los años 70 cuando O’Neill hizo sus trabajos más reconocidos, como las series para David Bowie y Elton John.
A mediados de la misma década inició una duradera relación con Faye Dunaway, con la que se casaría en los 80 y a la que realizó uno de sus retratos más célebres: la actriz recostada sobre una silla rodeada de periódicos y con la estatuilla del Oscar que acababa de ganar junto al desayuno.
Esta serie de retratos, que realizó tanto en blanco y negro como en color, se encuentra expuesta de forma permanente en la National Portrait Gallery de Londres.
Su trabajo se encuentra repartido entre las mejores galerías y los más importantes museos del mundo, y, en otros premios, se ha hecho con la medalla de la Royal Photographic Society por su impecable trayectoria y su aportación a la fotografía.