Te ha pasado más de un vez (y de dos). Te has ido a la playa o a la nieve con tu equipo fotográfico y al procesar tus imágenes te has encontrado con que la mayoría de ellas tienen una serie de polígonos y círculos de colores que cubren algunas partes de la fotografía. Para más inri, también resulta que las fotos han salido sobreexpuestas, cuando los indicadores de la cámara no te han advertido de nada durante el disparo compulsivo que suele caracterizar estas sesiones.
Esas manchas policromas son lo que se denomina flare, que se puede definir como la luz que se cuela en el interior del objetivo por la presencia de una potente fuente de luz en el ángulo de disparo. Así, suele producirse sobre todo cuando el sol se encuentra frente a nosotros, sea a la altura que sea (cuidado con las fotos de atardeceres).
Evitarlo a posteriori, frente al ordenador, no es tan sencillo como parece, y además resulta una innecesaria pérdida de tiempo; la mejor manera de evitarlo es a priori, antes de realizar el disparo.
El parasol es un buen recurso para evitar el flare, aunque también es cierto que, como cada vez utilizamos mochilas que comprimen más y más nuestros objetivos, muchas veces preferimos dejarlo en casa y que sea lo que Dios quiera. Pero no temáis, hay métodos más rudimentarios e igual de efectivos como poner la mano, un paraguas o un periódico entre la fuente de luz y el objetivo.
Ahora bien. También es posible que, al revelar esas magníficas fotos que echaste en la playa a las dos de la tarde y que están llenas de presencias fantasmales, te hayas dado cuenta de que el flare puede convertirse en un interesante elemento compositivo y creativo.
Para muestra, obsérvense las magníficas fotos que acompañan esta entrada…