Creo que hay pocos personajes en la historia de la fotografía cuya vida sea tan adecuada para inspirar novelas, películas y ensayos como Elisabeth “Lee” Miller. Un somero vistazo a su biografía basta para hacerse una idea de hasta dónde llegó el talento y el ansia vital de esta gran artista.
Nacida en Nueva York en 1907, fue modelo de su padre, que era fotógrafo, hasta los 25 años, lo que explica cabalmente la temprana afición de la Miller por la fotografía y su triunfo como modelo en París.
Estudió iluminación escénica tras huir de Europa ante la situación bélica que vivía el continente, sin embargo, regresó dos años después a la capital francesa para convertirse en una de las modelos más cotizadas de su época.
A finales de los años 20 conoció a Man Ray, y nada volvió a ser lo mismo para la neoyorquina. Trabajó con el gran genio, convirtiéndose en su amante, como ayudante de fotografía, y entabló amistad con artistas de la altura de Pablo Picasso, Paul Eluard o Jean Cocteau, quien la eligió para que hiciese de estatua en su legendaria película “La sangre de un poeta”.
A principios de los años 30 montó su propio estudio de fotografía en París y se inscribe dentro del grupo Surrealista, logrando exponer por primera vez en Nueva York en 1933.
Sin embargo, cuando todo apuntaba al desarrollo de una carrera brillante, Lee Miller abandona todas sus pasiones para casarse con un millonario, con el que se va a vivir a Egipto… Aunque lo abandona a los tres años tras conocer a un pintor inglés surrealista.
A finales de los años 30 se establecería en Gran Bretaña, retomando su carrera como fotógrafa, que culminaría con su trabajo para Life durante la Segunda Guerra Mundial.
En 1947 se une a la Agencia Magnum y reúne en su entorno a todo el grupo surrealista, hasta que, inesperadamente, abandona la fotografía para dedicarse a la cocina.
Murió en Inglaterra en 1977.