A August Sander todo le iba bien hasta que la Segunda Guerra Mundial le estalló en la cara. Un fotógrafo progresista, implicado con la sociedad más liberal de su país, no podía sobrevivir al Tercer Reich; sin embargo, con imaginación y mucho trabajo, consiguió hacerlo.
Hijo de un minero se interesó por la fotografía cuando hizo migas con el fotógrafo de la empresa que llevaba la explotación de la mina en la que trabajaba su padre. Pronto se convirtió en su ayudante, y finalmente heredó su negocio a principios del siglo XX.
Hasta la irrupción de Hitler en la escena política alemana, Sander fue un magnífico retratista. Recorrió en diversas ocasiones su país realizando su proyecto más ambicioso: “Retratos del siglo XX”. En él recogía rostros de los diversos estratos sociales que componían la sociedad de su país.
Granjeros, urbanitas, personajes famosos, caras anónimas que sirven para hacerse una idea de qué era Alemania hasta que Hitler se hizo con el poder.
Cuando el dictador comenzó con su caza de brujas el hijo de Sander fue ajusticiado por liberal, y la Gestapo se encargó de quemar gran parte de la producción fotográfica de Sander.
Desafiado por el poder de Hitler, el cronista decidió abandonar la ciudad para recluirse en el mundo rural, donde empezó a interesarse por el universo del paisajismo.
Así, resulta triste comprobar cómo el gran humanista terminó eliminando de sus fotografías cualquier vestigio humano: sus retratos mostraban una realidad social que contradecía por completo la imagen que Hitler quería vender al mundo de su raza aria.
Aunque Sander destacó en todos los palos de la fotografía, siempre se le recordará por su serie “Retratos del siglo XX”, que ha dado la vuelta al mundo recalando en los mejores museos.
En 1961 fue galardonado con el Premio de Cultura de la Asociación Alemana de Fotografría.